Anduvieron
unas horas más protegiéndose de los reflejos del sol, caminando al
ras de los robles amarillos. Hasta que empezó a cubrirse el cielo y
el viento se tornó frío. Ya estaban llegando al lugar donde la
selva había decidido que se quedaran. Campamento. Acomodaron las
cajas de comida para que estuvieran bien refrigeradas, a la sombra,
sobre algunas piedras.
–Podríamos
quedarnos a vivir en un lugar así, ¿no? –Le dijo Naida, sonrió,
y se dio vuelta. El plan de Eliseo era ir cambiando de lugares, ir
mudando. Y el de ella también, aunque todavía no se había dado
cuenta.
–¿Te gusta
acá?
–Sí, me
siento muy bien. Pero, ¿por qué no me trajiste antes?
–Pensé que
te podía dar miedo.
–No, está
bien. Así tenía que ser.
Fue de a poco acallándose y abriendo con más fuerza sus ojos. Se
despegó del suelo y alzó los brazos. Saciaba su piel con la
frescura del lugar y, con su cuerpo, con su mirada, trataba de
abarcar todo lo que la rodeaba. Eliseo, sentado en una piedra, la
admiraba. Veía cómo sus ojos se estaban tornando de otro color.
Azul profundo, azul con destellos grisáceos. Tenía los ojos grises.
Se derretía su azul, ya casi incoloro, por sus mejillas. Se
arrodillaba, dejaba que sus lágrimas se unieran a las líneas de
agua que se deslizaban entre las raíces de los árboles.
–Sos más
linda después de llorar.
Ya había
empezado a llover.
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